La persona con la que estás hablando o escribiéndote comete de pronto un inesperado error ortográfico o gramatical. En ese momento, tu reacción ante semejante barbarie es sentirte como si hubieras visto un moco asomando por uno de sus orificios nasales:
Habrías preferido que nunca le hubiera pasado; no a esa persona a la que aprecias y respetas. O, por lo menos, te habría gustado no darte cuenta. Pero lo has hecho. Es más, has intentado pasarlo por alto, pensando que pronto iba a desaparecer de tu recuerdo tan grotesca imagen, pero, muy a tu pesar, vuelve a repetirse una y otra vez. El maldito moco no sólo se ha asomado a la ventana, ahora además te silba.
Llegados a este punto, ya sí te sientes totalmente responsable de la situación. No puedes salir de ella exento de culpa; tienes que decidir si le avisas o no. Es decir, tienes que hacer que se sienta ridículo contigo, o que haga el ridículo con el resto de gente con la que tenga trato de ahora en adelante. No hay otra alternativa posible.
Sabes que es cuestión de tiempo que alguien se digne a señalarlo, o que se dé cuenta por sí mismo. Y cuando esto suceda, se acordará de todos aquellos con los que ha mediado palabra. Se acordará de ti y no sólo se sentirá ridículo, también se sentirá traicionado. Así que ofrécele tu pañuelo y haz sonar su equivocación. No es un espectáculo agradable para nadie, pero es necesario.

¿Cuál es tu moco ortográfico más recurrente?