Como ya comenté, he estado diez días caminando por rocódromos. Diez días en los que he ido
calzada como una completa guiri y en los que me he sorprendido a mí misma diciendo "
No sé qué ponerme hoy" cuando sólo llevaba dos camisetas y dos pantalones en la mochila.
No voy a recrearme en ninguna anécdota en particular porque todas han sido breves y
lamentables; como que me pillaran robando pinzas, que me adelantara un grupo de vacas y que en un acto de desesperación paliativa me pusiera a
imitar el andar de los gigantes y cabezudos, bajo la lluvia, con la mochila a cuestas y enfundada en una capelina enorme.

Pero me llevé las pinzas.
Lo más lógico sería pensar que gracias al Camino de Santiago todos esos pueblos perdidos de habitantes octogenarios rejuvenecen, pero en realidad no es así; al llegar al final de cada etapa,
los peregrinos se convierten en jóvenes envejecidos que pasean por los pueblos cojeando hacia la farmacia (patrocinador no oficial) y que hacen cola para aferrarse a las barandillas y favorecer así el descenso unitario de los escalones.
Tal vez todo esto suene desalentador, pero en realidad para mí ha sido una bonita experiencia que me ha servido para confirmar que, tal y como yo sospechaba,
la parte más horrenda y problemática de mi cuerpo son mis pies.
He llegado a Barcelona con las plantas de los pies
es doloridas, los talones destrozados, callos en el reverso de los dedos y ampollas debajo de las uñas de los dedos gordos, dos uñas que se me van a caer próximamente.
En vez de hacer el camino andando parece que lo haya hecho montada en pony y con los pies descalzos.Pero las desdichas podales no se quedaron en Galicia. Ya de vuelta a la civilización, cogí un día una bici para volver a casa y de camino
se me rompió una de las sandalias. Conseguí mantener la suela más o menos fija presionando con la planta del pie contra el pedal; pero al aparcar la bici me di cuenta de que ese sistema no me permitiría hacer un
moonwalk hasta mi casa.
Intenté reconstruir la sandalia un par de veces sin ningún éxito, así que la única alternativa
digna que me quedaba era caminar descalza. Saludé a los borrachos cualquiera que habían presenciado mi drama desde la puerta del bar y seguí cojeando semidescalza, con la chancla en la mano y una sonrisa en la cara para
dejar claro que había sido un accidente y generar consciencia colectiva en la gente con la que me cruzaba "
Pobre chica, se le ha roto la chancla y tiene que ir descalza... yo en su lugar me moriría de vergüenza; pero mírala a ella, qué simpática, luciendo esa preciosa sonrisa que tiene."
Como decía, el Camino de Santiago es una experiencia de lo más enriquecedora.
Os la recomiendo a todos.
Relación causa-efecto.